El ser humano tiene dos mentes. Dos formas de percibir las cosas y dos formas de interpretarlas también. Por poner un ejemplo, imagina que has tenido un pésimo día en el trabajo y tu jefe te llama para decirte que tienes que quedarte horas extra porque todo el trabajo que has hecho está mal, entonces sales de la oficina y tus compañeros te preguntan si estas bien y tu los miras y les respondes que sí, que este tipo de cosas no te afectan, sin embargo, tu mirada llorosa te delata.
La mente racional siempre va a buscar explicaciones lógicas y basarse en hipótesis de cómo deberían de ser las cosas, cómo se debería de actuar en determinadas situación y por ende cómo te deberías sentir en base a la imagen que quieres transmitir a los demás. Sin embargo, la mente racional no es la que te domina. Cuando llega el momento de la verdad, la mente emocional te desborda y posee. Esta dicotomía es tan simple de ejemplificar cómo el “corazón” y la “cabeza”.
La mente emocional y la mente racional constituyen dos facultades relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos, pero interrelacionados. Con la inteligencia emocional aprendemos a gestionar nuestras emociones y sentimientos (el saber ser), que son el 99% de las emociones. Con el coeficiente intelectual medimos las habilidades necesarias para realizar tareas mentales (el saber), es decir, medimos la inteligencia racional. Está demostrado que entre el 10% y el 20 % del éxito profesional se debe al coeficiente intelectual (inteligencia racional) y el resto a la inteligencia emocional. Entonces ¿Por qué siempre le damos más importancia al coeficiente intelectual?
Los test de inteligencia o CI (cociente intelectual) son muy conocidos y utilizados. Se basan en una estimación numérica de la capacidad intelectual de un individuo, y se obtiene a través de distintos test de inteligencia. A mayor número, mayor coeficiente, tan sencillo como esto. Por desgracia intentar categorizar la inteligencia de las personas en parámetros tan simplistas como estos resulta ineficiente, pero muy tentador. Esto se debe a que cuando no entendemos algo, lo medimos. Vivimos en una sociedad de puntajes, rankings, ratings, impactos, indicadores, likes, estrellas, puntuaciones, tasas, índices… Vivimos en el régimen de la omnimetría, donde todo puede ser medido y sin las cantidades nada se evalúa con objetividad. La medición de lo social permite traducir un mundo complejo en el lenguaje estandarizado de los números, en el que domina un orden claro y en principio poco discutible. Pero los números son solo eso, y poco más dicen sobre la complejidad que en realidad representan las personas. Un estudio realizado sobre más de 100.000 personas de todo el mundo, dirigido por el canadiense Adrian Owen, del Western’s Brain and Mind InstituteIl, llegó a la conclusión de que “ninguno de los componentes por sí solo, ni mucho menos el CI, puede explicar todas las habilidades y la inteligencia de un sujeto - explica el investigador-. Los cambios en el rendimiento se deben a tres componentes distintos: la memoria a corto plazo, el razonamiento y la capacidad de verbalización. Medir la inteligencia con una sola prueba, sea la que sea, puede dar resultados engañosos“.
¿Esto quiere decir que la emoción es más importante que la razón? Pues no. De hecho ambas se complementan. Saber gestionar nuestras emociones es importante, pero igual lo es tener un pensamiento lógico que nos permita plantearnos escenarios, hipótesis y soluciones.